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Mirar un cuadro

Ha cambiado el placer visual y nos aburre ir a un museo o una sala de exposición y encontrar solo obras expuestas, no estaría mal volver a la fisicidad de un cuadro

Estrella de Diego
Visitantes en la exposición Van Gogh Alive, el pasado noviembre en Alicante. La muestra puede verse en Madrid hasta finales de febrero.
Visitantes en la exposición Van Gogh Alive, el pasado noviembre en Alicante. La muestra puede verse en Madrid hasta finales de febrero.PEPE OLIVARES

Me pregunto por qué está mal visto mirar un cuadro sin más y tantos insisten en que el “arte” debe presentarse rodeado de documentos o en formatos inesperados. Ha dejado de ser chic mostrar una pintura, un dibujo o un vídeo sin los gadgets que los conviertan en una rocambolesca fórmula de consumo. Se diría incluso que la moda de presentar “obras de arte” de maneras insólitas ha llegado a los museos clásicos. También allí se rompe el hechizo pretérito con profusión de documentos —a veces, sin venir al caso—, fragmentos de películas —mutilación del cine que se convierte en relleno para un discurso— o cualquier otra estrategia que se pueda imaginar, con el único fin de satisfacer el horror vacui visual al que nos tienen acostumbrados los excesos de Instagram.

Quizás es lo que el público demanda: entretenimiento, tuits que asedian tiempo y silencio sin sustancia; que gobiernan los gustos sin sorpresas; que dirimen la política mundial en 280 caracteres —no en vano un político “verde” ha decidido darse de baja en las redes sociales para escuchar el mundo—. No basta con mirar una obra: han cambiado las maneras del placer visual y nos aburre ir a un museo o una sala de exposición y encontrar solo obras expuestas. Lo vaticinaba Benjamin en Dirección única, su libro de 1928: “La expresión de quienes se pasean en las pinacotecas revela una mal disimulada decepción por el hecho de que en ellas solo haya cuadros colgados”.

Parece que hemos tomado al pie de la letra esta frase irónica y nos hemos puesto la tarea de construir —y vender— un arte supuestamente para todos los públicos que sustituye a las populares exposiciones blockbusterLeonardo, Picasso, Van Gogh, Dalí, Warhol y algunos pocos más …—, caras y difíciles, con el fin de crear una especie de premio de consolación —desde la realidad aumentada a todo lo que se pueda imaginar— que se convierte en sustituto de la obra física. Nada en contra, por cierto. Lo malo es que estas propuestas sin mucha sustancia se publicitan como la estrategia para hacer el arte accesible, divertido. O sea, pura retórica demagógica. A veces, hasta sirven para blanquear alguna obra de dudosa autoría.

Decir que el arte es hoy un lugar del consumo por excelencia es decir lo obvio, pero en medio de tanto premio de consolación igual no estaría mal volver a la fisicidad de un cuadro de vez en cuando, pues la divulgación no tiene por qué ser banal. Y no digo que no deban hacerse experimentos como el de Van Gogh —allá cada uno—, pero que no se venda como el medio más eficaz de conocer a este artista y su obra sin aburrirse. ¿Quién dice que es aburrido mirar un cuadro? Qué anticuados, por favor. 

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