Esta historia comienza hace un año. El camino peatonal que conduce, entre otros, al edificio en el que vivo amaneció cerrado con una antipática polisombra verde. Pronto se conoció el motivo: iba a ser intervenido: uno de sus tramos estaba muy deteriorado y no era apto para personas en condición de discapacidad.
En sus primeras semanas la obra avanzó a paso lento. El cierre causó una evidente molestia a los vecinos, pues nos obligó a recorrer un trecho por lo menos tres veces mayor. Y es verdad que una parte considerable del sendero estaba en condiciones aceptables, incluso buenas, lo que generó desconcierto.
Semanas después, en el ascensor apareció una carta. Estaba dirigida a la alcaldía menor, entidad que contrató la intervención a nombre de los ‘viviendistas’, neologismo inédito. Quienes la redactaron invitaban a los vecinos a firmarla. Era un largo memorial de agravios reclamando por la forma cómo se venían desarrollando los trabajos, a la vez que criticaban los diseños. Hasta ahí, nada del otro mundo. Con frecuencia, incomodidades de este tipo en la cotidianidad de la gente generan esas reacciones.
Lo que no era normal era su tono en extremo fatalista, estaba escrita en clave extremista y al mismo tiempo conservadora. En lugar de pedir más espacio para la participación de los vecinos y por esta vía sugerir algunos cambios, era tajante en su pretensión de que se detuvieran inmediatamente los trabajos y que dejaran todo como antes.
Seguramente, buscando una convocatoria más robusta, apelaban sin pudor al terror: en las materas se esconderían maleantes, incluso podrían ser eventuales nidos de dragones; los perros no encontrarían zonas verdes dónde hacer sus necesidades, lo cual detonaría cuadros agudos de ansiedad que, tarde o temprano, se trasladarían a sus dueños, encaminándolos definitivamente por la senda de la autodestrucción; la pendiente del camino, una vez terminada la obra, sería tan pronunciada que el mismo sería tomado por los cientos de montañistas con sus costumbres raras que en el hemisferio occidental entrenan para alcanzar la cima del Everest. En resumen, por culpa de esta obra vendría el caos, la desolación física y espiritual y, por qué no, el fin del mundo.
Pasó el tiempo. Los trabajos siguieron su curso, es verdad, a una velocidad moderada que, vista desde la ansiedad de nosotros los afectados por los cierres, parecía en extremo lenta. Los contratistas a cargo de la obra organizaron reuniones para informar a la comunidad sobre los avances y lo que faltaba. En enero terminó la intervención y quedó listo el camino. Con algunas ‘chambonadas’, quedó mejor de lo que estaba, pero no sustancialmente. Entre las mejoras están las rampas para sillas de ruedas, una mejor iluminación, una pendiente menor que agradecen los numerosos adultos mayores que lo transitan y pasto nuevo, junto con algunas plantas en las jardineras que se temía fueran trinchera de ladrones. No fue una autopista 4G, pero tampoco –como los autores de la carta creyeron y temieron– la grieta por la que comenzaría el colapso definitivo de esta civilización. La historia seguro le resultará familiar a muchos.
Federico Arango C.
Subeditor de Opinión de El Tiempo