Columna


Fraseos de la senectud

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ P.

06 de marzo de 2021 02:12 AM

De estar vivo, el escritor magdalenense Gabriel García Márquez cumpliría hoy, 6 de marzo, 94 años. A una edad como esa (y sin que medie enfermedad alguna) nos costaría trabajo imaginar qué estaría haciendo el autor de “Ojos de perro azul”. Es muy probable que sus capacidades físicas estuvieran inevitablemente reducidas, pero supongamos que las mentales no. En ese caso, entonces estaría dictándole a su secretaria un nuevo cuento, novela o artículo periodístico, como para no incumplir el compromiso con el oficio que, enhorabuena, le regaló el universo.

Es mucha la gente longeva que cruza por los relatos del cataquero, algunas de las cuales, a pesar de los años, conservan sus facultades físicas y mentales, acaso como una prueba de lo real maravilloso que caracteriza a esos pueblos del Caribe, “donde siempre son las dos de la tarde”, como escribiera algún admirador de la saga macondiana, cuyo nombre no logro recordar.

Entre esos personajes matusalénicos resaltan con voz propia el coronel sin nombre, que se pudre de viejo “en la exquisita mierda de la gloria”, mientras espera una pensión que nadie procura asignarle; el dictador centenario que hace redactar decretos inverosímiles en medio de un palacio donde las vacas se pasean como Pedro por su casa; el presidente derrocado que logra refugiarse en una isla del Caribe, esperando que, por fin, los médicos le curen ese mal que le pesa más que los recuerdos de su poder derruido; el gitano que murió de fiebre en los médanos de Singapur, pero reapareció en el pueblo de la gran ciénaga con la misión expresa de erradicar la peste del olvido; el ángel desdentado que un aguacero apocalíptico arrojó en el patio de la casa de Pelayo y que, al final del relato, se transforma en un punto difuso sobre el crepúsculo marino.

Podrían haber más. El mismo coronel Aureliano Buendía percatándose de que, después de 32 levantamientos armados, no tiene clara la causa de su entrega a la guerra; la casi centenaria Úrsula, quien, después de ser la única ley de la casa Buendía, termina convertida en el juguete indigno de los nietos; la vieja clarividente a quien llaman para que reconozca al ahogado que los niños encontraron en la playa y que tenía cara de llamarse Esteban, según la certera intuición de la más anciana de ese pueblo de pescadores; la abuela desalmada que pretendía recuperar sus riquezas ofreciendo el cuerpo de su nieta entre indígenas y contrabandistas de La Guajira.

Florentino Ariza y Fermina Daza, un par de enamorados residenciados en la Cartagena de finales del siglo XIX o principios del siglo XX, solo tienen fuerzas para dejar que el río de la vida los arrastre hacia ningún puerto donde el amor aspire a recalar.

*Escritor.

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