Gabriela Mistral solía decir que los hombres buenos valen más que los “simplemente inteligentes”. Al recordarlo, Benjamín Carrión expresaba vivamente su adhesión a esta idea poco frecuente en los círculos intelectuales de nuestro tiempo, y dio abundantes pruebas de no haberlo hecho solamente de palabra, porque su generosidad fue la de un hombre bueno y no tiene parangón en los anales de nuestro mundo cultural. En estos días, sin embargo, muchos intelectuales parecerían haberse contagiado de ese positivismo feroz que está de moda, para el cual la bondad se ha convertido en una antigualla inservible, porque lo único importante es la eficacia.
Pero la bondad sigue siendo, a pesar de todo, el atributo mayor que puede ostentar un ser humano. Lo podemos ver con claridad meridiana en esta hora, antes de la terminación del luto oficial por un hombre que no fue “simplemente inteligente”, sino inteligente y bueno, bueno a toda prueba. Se ha elogiado ya en él la brillantez intelectual del catedrático capaz de penetrar en los más hondos fundamentos del derecho; se ha elogiado su valentía en las batallas políticas del último medio siglo; se ha elogiado su honestidad ejemplar, demostrada en toda su larga vida; se ha elogiado su patriotismo imbatible, por el cual entregó literalmente hasta su último aliento; pero no se ha elogiado suficientemente su bondad, su disposición a comprender, su confianza en la escritura recta que va trazando la moral sobre el retorcimiento de los renglones de nuestro mundo en crisis.
“Tal vez tengo un defecto que es ya de mi condición de ser humano –dijo en la última entrevista que concedió en su vida–: soy muy confiado en la conducta de los hombres. Soy, como dice Enrique Ayala de mí, muy ingenuo. Puede ser que sea ingenuo para Enrique y para otros amigos que me estiman…, o pendejo, según algunos; pero sigo pensando bien del ser humano. En mi vida me ha ido bien confiando en los seres humanos.” (EL COMERCIO, 19 de mayo de 2019).
Solo un hombre bueno puede hablar así precisamente cuando la aspereza de las relaciones humanas nos ha llevado a una suerte de selva urbana donde cada cual busca aumentar su pitanza pasando sobre el vecino, aplastando al competidor, traicionando al amigo, con suspicacia y mentira; solo alguien bueno puede decir palabras tan sencillas para reivindicar la fe en nuestros semejantes.
Julio César Trujillo fue ante todo un hombre bueno. Por ser bueno fue fiel a sus creencias y las puso por sobre todas las conveniencias. Por ser bueno fue defensor de la justicia y se puso invariablemente junto a los débiles. Por ser bueno fue sencillo y leal con amigos y adversarios. Por eso su partida ha despertado en el Ecuador una estremecida emoción que es de dolor, pero también de gratitud y fe. Esa misma emoción me mueve a decir: ¡Gracias, Julio César! ¡gracias por tu bondad, me ha hecho sentir vergüenza de mi cómoda tibieza!