Un triunfo a la vez real y simbólico, porque expresa el sentir de la gente, su vocación mayoritaria por la democracia y la tolerancia, por la honradez, por el reencuentro, aunque fuese en medio de las limitaciones de la pandemia. Un triunfo de la vocación por la paz, de la restauración de la confianza, del destierro de los temores acumulados y de las angustias que, entre la política de la revancha y la corrupción, saturan nuestro horizonte desde hace demasiados años.
Un triunfo simbólico porque tiene significados más allá de lo evidente, porque impone a los nuevos gobernantes la obligación de interpretar, y entender, que, tras la necesidad de salud, empleo y la legítima ilusión por una mejor economía, están el afán y la ilusión de reconciliarse con el sentido de comunidad, con la libertad como vocación, y está el rechazo al odio como la línea de separación de los tiempos de desprecio.
Esa dimensión simbólica debe expresarse en los discursos, pero fundamentalmente en la valoración ética de la gente que le acompañe al presidente; en la juventud y, a la vez, en experiencia de su equipo; en el distanciamiento de la vieja partidocracia; en la dimensión regional y multifacética del país; en el reconocimiento del voto rural y de la apoteósica adhesión de Quito. Esa interpretación debe asumir la expresión política de la clase media, de los desempleados, de los obreros, de los campesinos; debe entender el mensaje que llega con las esperanzas de la gente de buena fe que aspira a tener un presidente humano, cercano, que considere a todos por igual, que restablezca efectivamente los derechos y haga posible que el poder sea visto como instrumento al servicio de los seres humanos, y no como recurso para someter, corromper o mentir. Que el poder se traduzca, no en marchas, ni en brazos levantados ni en gritos rencorosos; que sea un factor que permita trabajar, opinar, construir cada proyecto personal y volver a la certeza de que el país es un sitio de encuentro, no una oportunidad para que los “iluminados”, los odiadores, transformen este terruño en laboratorio de utopías fracasadas, en espacio donde campee la corrupción, el abuso y la miseria.
El reto del presidente electo y del país es muy grande, porque más allá de lo político, compromete a toda la gente de buena voluntad, incluso a los adversarios del presidente que tengan la sensibilidad, y la grandeza, de admitir que este es el momento de quiebre hacia una vida mejor.
Por todo eso, la gestión debería ser pragmática ciertamente, apostar a la economía, al trabajo, a la salud, pero sin olvidar el íntimo contenido del evento de 11 de abril, de sus significados que rebasan largamente lo electoral.
La política es asunto de voluntad, estrategias, ideas, hechos, y también de mensajes, de gestos y de símbolos.
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