El reciente descubrimiento de explotaciones mineras ilegales en la provincia de Imbabura demostró, en tal lugar y en tal actividad, la ausencia del Estado.
Las opiniones están polarizadas: hay quienes piden suspender toda explotación minera aduciendo que sus daños ambientales superan a los beneficios económicos; otros responden que las tecnologías modernas pueden evitar, en su mayor parte, el efecto contaminante, por lo que resultaría contrario al desarrollo nacional, no extraer y dar buen uso a los recursos mineros.
Toda actividad productiva -agricultura, pesca, industria- afecta al medio ambiente. Basta constatar la disminución de bosques y la extinción de especies, a causa de la ampliación de los espacios donde el ser humano quiere desarrollar sus actividades, establecer su forma de vida y gozar de los adelantos de la civilización. Si bien todos así lo reconocen, poco o nada se ha logrado hacer para corregirla, porque han prevalecido los intereses de los poderosos, empresas o estados.
Pero la causa primaria de la degradación ambiental -arguyen muchos- no es otra que el aumento desmedido de la población mundial, como lo esbozara Malthus, hace cerca de dos siglos, cuando sostuvo que los seres humanos crecían a un ritmo más rápido que la producción de alimentos, tesis que, desde esta perspectiva, parecería tomar vigencia.
También hay quienes admiten la minería, pero solamente la artesanal y no la de grandes empresas, olvidando que la minería artesanal -forma bajo la cual también se oculta la minería ilegal- contamina más porque, sin control alguno, usa tecnologías anticuadas y se convierte en fuente, no solo de destrucción ambiental, sino de corrupción y anarquía, como se ha visto en la población de Buenos Aires, Imbabura, en la que creció, sin ser advertida, hasta dar origen a una ciudad caótica de más de 10.000 habitantes, donde no imperaba otra ley que la del más fuerte y el más violento.
Está bien prohibir toda actividad minera para proteger bienes mayores como el agua destinada al consumo humano. Al autorizarla en otras zonas, hay que hacerlo bajo estrictos controles legales que aseguren el uso de las mejores y más modernas tecnologías y garanticen el orden y la seguridad.
También conviene reflexionar sobre el alcance del derecho otorgado a ciertos sectores de la población nacional de ser consultados sobre procesos económicos que interesan al Ecuador en su conjunto. Si los beneficios de la minería legal deben ser para el país entero, es justo que las zonas en las cuales se lleva a cabo merezcan un trato preferencial en lo económico y en lo social, que no llegue al nivel de una especie de veto con efectos en todo el país, que sería contrapuesto a la naturaleza de un estado multicultural y plurinacional, pero, en última instancia, unitario.