Entre los grandes problemas del planeta -como el incendio en la Amazonía o la migración- y los insondables dilemas de los individuos, hay un espacio intermedio: el de la convivencia del día a día, el de la dimensión del barrio y de la ciudad.
En esa escala, no solo preocupa lo que sucederá con el sistema integral de transporte cuya implementación seguiremos sufriendo, o qué solución mágica hallará la AMT para que no termine en un gran fiasco el control del mal uso del espacio público por parte de los dueños de vehículos.
Preocupan también decisiones que se han tomado sobre espacios geográficos y culturales específicos como el barrio La Floresta, de una rica historia y de un presente -por decir lo menos- incierto. Nadie duda de que ahí, como en varios barrios de Quito, se asientan varias casas patrimoniales, si concordamos en que ese calificativo es aplicable a un bien inmueble de importancia excepcional (por su arquitectura o su historia) que merece ser preservado para la memoria común.
Pero, cuando uno mira en detalle el efecto de una declaratoria, hay bienes que no merecen ser parte de un catálogo patrimonial, y se le hace difícil digerir que el solo factor de los años de la construcción o los materiales usados sean suficientes para esta categorización. Y, en consecuencia, no deja de pensar que quizás se trató de una decisión política y que está bien que se revise caso por caso.
Pero respecto de La Floresta hay otro aspecto en el que se debe meditar más todavía: mientras una parte del barrio puede dedicarse a actividades comerciales productivas medianas, otra está limitada a actividades productivas menores. Hay que imaginarse lo que puede significar poseer una casa patrimonial que se debe cuidar y en la cual solo pueden hacerse pequeños negocios.
El efecto ya es visible: a diferencia de la primera zona, la segunda es insegura porque los delincuentes escogen a los más débiles, y tampoco se ve que los inmuebles, salvo pocas excepciones, estén bien cuidados. La vocación residencial que se quiere preservar, paradójicamente, se está deteriorando.
Se argumentará que hay varios programas económicos para apoyar la calidad de vida de los moradores y conservar el patrimonio, pero por supuesto no son gratuitos. Este Diario publicó hace unos días una nota que resume bien esta situación tan dispar en dos sectores de un barrio que tienen un origen común y que debieran tener un destino común.
A veces incluso las mejores intenciones, cuando no están acompañadas de criterios técnicos y de sentido común, pueden ser nocivas. Revisar las decisiones de administraciones pasadas y hacer un trabajo minucioso en la calificación definitiva de los inmuebles ahora en protección transitoria, puede hacer la diferencia. Y permitir que La Floresta siga siendo un referente en la identidad quiteña.