Hay terror en las selvas y en los ríos del Alto Baudó. Miles de familias, llenas de miedo, huyen de la guerra hacia Pie de Pató, el poblado más importante de esa región. Desde el viernes 19 de febrero, los combates entre guerrilleros del Ejército Nacional de Liberación y las autodefensas del Clan del Golfo no cesan en el día ni en la noche.
El fuego cruzado ha provocado el desplazamiento de más de 4 mil 700 indígenas y miembros de comunidades afrodescendientes. Más de 2.000 personas están confinadas y hacinadas en Pie de Pató, la cabecera municipal del Alto Baudó, en busca de alimentos y asistencia médica. El gobierno del Chocó no tiene recursos para atenderlas.
Así lo informaron la Defensoría del Pueblo y una delegación de la iglesia católica, encabezada por los obispos de Quibdó e Itsmina, monseñores Juan Carlos Barreto y Mario de Jesús Álvarez. Los dos prelados recorrieron esta semana el territorio cercado por la guerra, llevando alimentos y medicinas a los refugiados. “La comunidad está sin alimentación, sin recursos y confinada en el resguardo, y otros de sus miembros están desplazados”, dijo el Defensor del Pueblo, Carlos Camargo Assis.
Los enfrentamientos comenzaron en la mañana del viernes 19 en el resguardo de Jurubirá – Chorí. Las balas disparadas durante el combate causaron la muerte de Luz Aída Conchave, una joven indígena embera, de 22 años, y dejaron con graves heridas a otra. Los 300 habitantes del resguardo huyeron hacia Pie de Pató llevando con ellos a las víctimas. Luego empezó el desplazamiento de los habitantes de los caseríos situados a lo largo del río. Luz Aída fue enterrada en medio de un desfile en el que cientos de indígenas y pobladores marcharon pidiendo paz y libertad.
El Alto Baudó es una zona rica en oro y madera. Además, es un corredor estratégico para el contrabando de cocaína, armas y oro hacia el océano Pacífico. Hoy, el punto más crítico es el corregimiento de Chachajo, que por el norte se comunica con Itsmina y Quibdó, y por el occidente, con Nuquí, y es una vía franca a los puertos naturales del Pacífico. Allí se han asentado las autodefensas del Cartel del Golfo, que mantienen confinada y bajo su dominio a la población civil.
La del Alto Baudó es una de las tantas guerras recicladas que continúan en Colombia después de la firma del Acuerdo de Paz. Desde mediados de los años 90, una disidencia de las guerrillas del Ejército Popular de Liberación se apoderó de la región. Luego aparecieron focos de las Farc y el Eln. Después llegaron los grupos paramilitares. Desde 2014, fue copada por el Eln y las autodefensas del Cartel del Golfo.
Los combates más sangrientos entre paramilitares y guerrilleros empezaron en 2014 y dejaron más de 4 mil desplazados. La guerra volvió a recrudecerse en agosto de 2019, cuando el Eln secuestró a siete personas. Poco después, las autodefensas asesinaron y decapitaron a un joven de 18 años. Luego fue asesinado un líder indígena. En marzo de 2020, las autodefensas torturaron, mutilaron y decapitaron a cinco personas en el corregimiento de Chachajo. Desde entonces, el terror no acaba. Según la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU, en noviembre de 2019 había 2.160 refugiados. Hoy están a punto de llegar a 5 mil.
Las paradojas de la guerra son absurdas. El gobierno colombiano ha cosechado justos elogios de la ONU y muchos gobiernos del mundo por la acogida humanitaria que ha brindado a cientos de miles de refugiados venezolanos.
¿Por qué ese mismo gobierno ha abandonado a su suerte a los miles de indígenas y negros colombianos ―como los del Alto Baudó― refugiados de la guerra en su propio país?