Por Hugo Alconada Mon*
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Una vez más, la Argentina no perdió la oportunidad de perderse una oportunidad.
El miércoles 25 de noviembre murió Diego Armando Maradona y el gobierno ordenó tres días de duelo nacional. Somos muchos los que sentimos una orfandad inesperada: Maradona fue y es para millones de personas en el país y el mundo un héroe irremplazable, con sus glorias y sus fallas. Un evento para honrarlo era necesario. Pero la realidad conspira contra nuestros deseos y la paradoja resultó evidente: se organizó un velorio masivo cuando hay una pandemia global que tiene a la Argentina multiplicando casos y muertes.
Todos los niveles del gobierno debieron coordinarse, establecer protocolos de seguridad y de salud e implementar planes efectivos y eficientes para mantener las condiciones del duelo de una manera segura. Pero en la Argentina tenemos un dicho muy popular que reza: “lo atamos con alambre”. Es decir, que lo arreglamos sobre la marcha, como podemos y con lo que tenemos. Y así sucedió.
Optamos por mostrarle al mundo, de nuevo, nuestros peores rostros: la polarización y la falta de planeación. El velorio terminó por ser un caos, sin reglas mínimas de salud pública (respetando el distanciamiento social o, en muchos casos, siquiera usando barbijos). Para despedir al “barrilete cósmico”, como le llamó Víctor Hugo Morales después de uno de los goles más asombrosos de la historia del deporte, terminamos con gases lacrimógenos y la familia de Maradona protegida por las fuerzas de seguridad.
Maradona había sido una de las pocas figuras que, al menos en ciertos momentos, logró unificarnos: su destreza, sus logros, su mito y su legado trascendieron a sus aficiones futbolísticas (siendo, como era, ídolo absoluto del Boca Juniors) o políticas (promotor de la izquierda latinoamericana). Al final, Maradona era inequívocamente argentino, un genio universal. Pero los desmanes en su velorio revelan que no podemos despojarnos de nuestros tribalismos ni de nuestra afición al conflicto. Es una lástima. Pero no es una novedad.
Organizar el sepelio en la Casa Rosada, de jurisdicción federal, en medio de la ciudad de Buenos Aires –jurisdicción metropolitana– conllevaba, ya de por sí, la necesidad de coordinar los operativos de seguridad. Debió ser así y se intentó que fuera así. Pero los gases lacrimógenos todavía podían olerse cuando las acusaciones sobre quiénes habían actuado mal comenzaron a llover entre los funcionarios nacionales y porteños, cuyos gobiernos pertenecen a la izquierda y la derecha. La grieta una vez más. Lo hicieron por Twitter.
La Argentina es un país que lleva años sin encontrar un rumbo fijo y predecible a largo plazo, sin superar sus divisiones sectarias ni su tendencia a la improvisación política. Tenemos luces maravillosas, pero también sombras insondables: el país sobrellevó golpes de Estado, dictaduras, una guerra perdida, pero también juzgó a sus genocidas (algo que muchos países no han logrado), sostuvo su democracia en momentos en que cinco presidentes pasaron por el mismo sillón en once días, y alumbró a genios como el propio Maradona.
Ahora, mientras el mejor futbolista de todos los tiempos descansa –¿al fin?– en paz, lo que vivimos durante las últimas horas nos ofrece otra oportunidad para aprender de nuestros errores, valorizar nuestros mejores rasgos, dejar el “alambre” a un lado y fortalecer nuestras instituciones. Podemos, por ejemplo, terminar este 2020 en paz, más unidos. Faltan unas semanas para terminar un año desafiante. Ese podría ser el último gran gol que nos deje Maradona.
* Periodista y abogado, prosecretario de Redacción de La Nación, de Buenos Aires.