Gente. Gente por todas partes. Hacen fila en los puestos de comida, pasean a sus perros, caminan por los corredores, aguardan en la entrada de los cines, acompañan a los niños en los juegos, entran a los almacenes. Unos compran y otros miran pero todos, absolutamente todos, vamos a hacer lo mismo a los centros comerciales: a entretenernos. La afluencia durante los fines de semana es tal que colapsan los parqueaderos y algo tan sencillo como caminar fluidamente o encontrar puesto en un restaurante se vuelve una tarea compleja. A simple vista pareciera que el fenómeno es positivo y que denota un mayor poder adquisitivo de la ciudadanía, pero visto más a fondo, lo que revela es una situación triste y preocupante: no tenemos espacios públicos de calidad en la ciudad. Casi no hay parques y, los pocos que hay, son inseguros y están tan mal tenidos que un niño murió hace unos días en el barrio Belalcazar cuando el columpio en el que jugaba se desplomó y lo golpeó en la cabeza. Ni hablemos de los atracos ni la venta de vicio en dichos lugares, pues es algo tan normal que no sale en las noticias. Hay que ser paisa para saber que un parque es un lugar que debe evitarse.
Con 36 centros comerciales en el Área Metropolitana, Medellín ostenta uno de los índices de saturación comercial más altos del país, lo cual indica que la ciudad tiene muy pocas opciones y espacios de esparcimiento porque los entes públicos, olímpicamente, se han desentendido de la responsabilidad de proveerlos. Un centro comercial es un lugar que ofrece lo que ellos no ofrecen: esparcimiento seguridad, limpieza, vigilancia y diversas actividades gratuitas para sus asistentes. No es raro que, a falta de algo mejor que hacer, nos vayamos todos para allá.
Es verdad que el posicionamiento de los centros comerciales como espacios de encuentro en la ciudad está desbordado, sin embargo, no es un fenómeno nuevo. Recuerdo que hace años, cuando me fui a estudiar a Londres, al principio no conocía a nadie y no manejaba la ciudad, por lo tanto, lo primero que hice fue aquello a lo que estaba acostumbrada, es decir, buscar un centro comercial. Para mi sorpresa había muy pocos, poquísimos y se mantenían vacíos. Me tomó muchos fines de semana desentrañar qué hacía la gente, para dónde se iba, en qué se gastaba su tiempo libre. Yo sabía que había parques, lo que no sabía era que uno podía llevar una manta o una silla y quedarse todo un domingo haciendo picnic, leyendo, tomando el sol o durmiendo una siesta sin que nadie lo molestara, le robara la mochila o le impusiera su música a todo volumen. En el parque todos estábamos en situación de igualdad. Se disfrutaba mucho sin gastarse ni una sola libra.
No demoré en darme cuenta de que nadie me había enseñado nunca a apropiarme de los espacios públicos, es más, recuerdo que ni siquiera tenía muy claro el concepto y menos claro aún que los habitantes de la ciudad tenían derecho a exigir dichos espacios por la sencilla razón de que se mantenían con sus impuestos. Me pregunto dónde están invertidos los de Medellín porque, ciertamente, no es en los parques.