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Juan Manuel Alzate Vélez
Columnista

Juan Manuel Alzate Vélez

Publicado

3P. Mil

Por JUAN MANUEL ALZATE VÉLEZ

alzate.jm@gmail.com

En realidad, fueron 1130 días los que enmarcaron esa guerra (dizque de Mil días) que hoy se puede juzgar absurda. Los mismos civiles, todos con las mismas necesidades, enfrentados entre sí. Desconociéndose. Omitiendo el hecho de que unos nacían rojos y otros azules por simple azar. Para qué negarlo: nadie decide dónde ni en qué familia nace. Más notorio aún en ese entonces cuando la educación familiar era un proceso de inducción para darle continuidad a la ascendencia idiosincrática –hoy todavía sucede–.

La ideología se defendía por tradición, no necesariamente por opinión. En pocas palabras, un conflicto de ingenuos, que no se atrevieron a pensar y por ende a opinar para construir. Prefirieron destruir.

La de los Mil días fue una pugna para acentuar las diferencias. Ya no se enfrentaban con opiniones y razones. Tampoco con gritos y manoteos en público. Los acuerdos cívicos se omitieron. Se había dado un paso al frente admitiendo las armas: fusiles, machetes, palos, ballestas, lo que bien estuviera al alcance para defenderse de quienes pensaban diferente. El detonante: qué inventar... todos, ninguno... El inconformismo como usualmente pasa. Dejando de lado que por entonces, Sorolla pintaba sus obras más bellas y León de Greiff ya escribía con su genio.

No basta con devolverse a la Constitución de 1886, tampoco a la de 1863 para saber cómo se gestó ese inconformismo. Basta decir que ha sido cíclica y reiterada la asignación de las culpas entre las partes. Que para algunos era cuestión de color, para otros de identidad, y para la mayoría, no cuestión de ideología sino de economía. Después de un conflicto armado siempre se baraja el naipe nuevamente. Por eso algunos lo buscan vehementemente.

La guerra de los Mil días dejó el saldo de defunciones más alto registrado en la historia nacional. Todos, dolores familiares.

En la factura después del evento, llegaron crecimientos económicos negativos porque ambos grupos armados arrasaron con la posibilidad de explotar y exportar agricultura, ganadería y caficultura que soportaba el incipiente estilo de vida de 4 millones de colombianos. Con el déficit de exportaciones y el endeudamiento que soportó el conflicto armado, vino la necesidad de imprimir papel moneda (sin respaldo), y una hiperinflación. El cambio monetario pasó de 4 pesos colombianos por dólar americano, a uno de 100. Grito al cielo.

Los aventajados pescaron en río revuelto. Aprovechando la luz de los reflectores puestos en la flaca economía nacional y la necesidad de unir la opinión pública, se perdió el istmo que daba continuidad a esa selva hermosa del Darién, a ese Chocó geográfico. Se renunció a esa oportunidad histórica de unir océanos que Balboa como presidiario explorador y huyendo de la pena capital algún día imaginó. Estados Unidos de América entregó 25 millones de dólares americanos a cambio. También ofreció un buque acorazado, el Wisconsin, para que los nacionales de los dos colores enfrentados encontraran un espacio neutral para firmar el “fin del conflicto”.

Lo que nadie anticiparía es que esas diferencias continuaran acentuándose y explotándose por quienes vieron en la guerra una oportunidad. Dice Claudel en El informe de Brodeck: “(...) En tiempo de guerra también se come. Al menos algunos. (...)”.

Se enfrascaron en una discusión que defendía hegemonías, de un lado o de otro, para hoy es indiferente. Ese conflicto logró acentuar aún más las diferencias. Hoy, la historia sigue reclamando el liderazgo que se necesitaba entonces. Uno que fuera capaz de unir opiniones. No de dividirlas más. Uno que encontrara los argumentos comunes para construir. No para destruir. Uno que no se apoyara en individuos o caudillos necesariamente. Mejor en intenciones y sueños colectivos: qué tal... un trabajo estable, retador, bien remunerado. Uno que alimente una economía robusta para ofrecer oportunidades de crecimiento económico, social y cultural a todos por igual. Un sueño que sin importar dónde se nazca ni qué ideología se tenga, vale la pena defender.

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